Otra tranquila tarde de invierno aquí. Los chiquillos salieron hace un rato y milagrosamente solo he recibido un par de caricias y tres tirones de cola, ningún pisotón hoy. La luna brilla en el cielo mientras desde la ventana en la que suelo estar veo cómo se aleja el último profesor después de dejarme un pequeño cuenco con pienso y otro con agua.

Espero un rato para cerciorarme de que no pasa nada interesante que pueda ver desde la ventana. La semana pasada los más mayores del colegio improvisaron un picnic para cenar en el parque de al lado. Pero por lo visto con el frío recién llegado y clase a la mañana siguiente poca cosa hay que ver.

Me bajo de la ventana y empiezo a deambular por la clase. Los números sin borrar de la pizarra me indican que es la clase de matemáticas. Puedes ver algunos aviones de papel tirados en el suelo al fondo de la clase, pero nada se sale de lo normal. Bueno… a excepción de la manzana brillante e intacta sobre la mesa del profesor. Me subo y tras tropezar con un cartabón y una calculadora llego a la manzana. Mi instinto felino me dice, después de haberla olfateado durante unos momentos, que está intoxicada, por lo que le pego un zarpazo para tirarla a la papelera que hay al lado de la mesa.

Sin nada mejor que hacer empiezo a deambular por los pasillos hasta que por un casual acabo en el peor lugar posible para un gato como yo. El gimnasio.

No hay lugar que más deteste en el colegio, el olor a pies es inaguantable y el sudor del suelo se me pega a las patas. La única razón por la que me aventuraría por estos lares es porque cruzando esta insufrible habitación llego al aula de material deportivo, el cual tiene el mejor sitio para dormir, las colchonetas.

Hoy no estoy de humor para dormir allí, así que no me importa salir huyendo como alma que lleva el diablo, y, de esta forma, acabar en las cocinas, las cuales no visito desde hace un mes. Poco ha cambiado la cosa aquí, el vapor restante en el techo que aún no se ha disipado, el olor a químicos de limpieza y el frío proveniente del congelador entreabierto. Nunca cierran bien ni el congelador ni la nevera. En verano a veces se agradece un poco debido al excesivo calor pero ahora en invierno no tanto.

Por el rabillo del ojo detecto algo raro debajo de los fogones y, como buen miedica que soy, pego un  salto y salgo de las cocinas.

Estoy un par de horas vagando por entre las clases hasta que por algún casual entro en la sala de profesores.

Es mi habitación favorita, ya que los únicos que entran aquí son adultos, los cuales tienen más cuidado y sentido común que los chiquillos que corretean por los pasillos sin orden ni concierto.

Todo está ordenado a excepción de las tres taquillas abiertas, la del profesor de Lengua, la de la profesora de Artes y, finalmente, abajo a la izquierda, la mía, con la mullida y caliente manta que me colocan en invierno.

Empiezo a pasearme por la clase, subiéndome a las mesas, sillas y todo lo que haya a mi alrededor. Tiro varias cosas al suelo solamente porque puedo, aunque, he de reconocer, que un par más fueron de forma accidentada.

Aburrido de tirar cosas salto de la estantería en la que estoy a la taquilla del profesor de Lengua. Al aterrizar me recibe un montón de exámenes con varios tachones en rojo y unas gafas de culo de botella, las cuales compruebo que tienen una graduación altísima al mirar por accidente a través de ellas.

Semimareado, salto y tropiezo para acabar despatarrado por el suelo. Me recompongo lo más rápido posible para que nadie me vea, aunque, tras pensarlo un momento recuerdo que estoy solo.

Solo por posponer la hora de irme a dormir pego un brinco para entrar en la taquilla de la profesora de artes, la cual está justo encima de la mía.

En el momento en que la primera pata toca el interior de la taquilla me doy cuenta de que ha sido un error. Hay pinceles y pinturas por todas partes. Para cuando estoy completamente dentro, mi maravilloso pelaje gris se ha vuelto arcoiris, y no en el buen sentido.

ELIZABETH IGLESIAS (3ºA ESO)

Salgo de la taquilla y, sin ánimos para nada más, me subo a la ventana para disfrutar de las vistas de la ciudad antes de irme a mi cama improvisada con una manta, hacerme un ovillo y rendirme al sueño.


Texto por JULIA RESANO (2ºD ESO)
Ilustración por ELIZABETH IGLESIAS (3ºA ESO)

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